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Muchas veces, en su recorrido por el Iberá, el cazador había mirado a la luna, bella y fulgurante. Había observado todas sus fases, cambiantes y repetitivas, la de todas las noches, y todos los días, donde el sol aguarda el amanecer. Esta noche la luna se veía más grande que otras veces, y el cazador, agotado, desplomándose en la tierra, miró la luna dorada, cuando a punto de dormirse, escuchó un susurro en el silencio, una voz que le dijo: 

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