El cazador puso sus últimos esfuerzos en escapar, nadó detrás del yaguareté, que lo fue guiando hasta llegar a la poca zona que quedaba sin fuego. Ni bien pudieron llegar a la tierra que estaba seca y caliente, se vieron a los ojos. El cazador nunca había dejado de mirar al yaguareté, eso le habían enseñado otros cazadores: nunca le saques la mirada de encima a un yaguareté.
El cazador contempló el color de su piel, su cuerpo grande, sus garras. Le temblaban las piernas. Sin el arma, el cazador sintió que era una presa, un tapir, un yacaré, un ciervo. Recordó de golpe la voz, y se sintió cazado.
El humo era negro y se esparcía por el Iberá marchitando todo a su paso.
El yaguareté estaba fatigado, su respiración se escuchaba dificultosa y agitada. Se acercó apenas un paso al cazador y lo rugió con todas sus ganas.
El cazador siguió mirándolo y entendió el significado de su nombre: Yaguareté, la verdadera fiera.
El sonido de las estampidas de los animales interrumpían los gritos de los pájaros, todos intentaban escapar del fuego. El dolor y la desesperación del yaguareté estalló en los nuevos brotes de incendio, rugió tan fuerte, que al cazador le costó mantener la cabeza en alto sin bajar la mirada. El yaguareté le lanzó al cazador una mirada tan fija e intimidante, que le hizo recordar esas historias de maldición que él había escuchado desde niño en Corrientes. Mientras que el miedo se le iba apoderando de las piernas que le temblaban, escuchó a la voz que le dijo:
El cazador arrepentido, clamó a la voz piedad, le dijo que si él podía escapar del yaguareté, volvería a su ciudad y convencería a todos los cazadores que dejen de cazar.
El yaguareté estaba enojado, tenía mucha hambre, y le presionaba ese aire sofocante en el pecho, sabía que tenía que correr antes que el fuego llegue y lo queme también a él, ya había escapado de otros fuegos antes, sabía el poder del fuego en manos del hombre.
El yaguareté lo miró mostrándole los dientes y siguió su camino lento y agobiante, en búsqueda de un nuevo hábitat. El cazador se levantó y caminó hacia el otro lado, rengueando su vergüenza y su pesar, buscando un camino limpio de fuego y con la esperanza de no haber arruinado absolutamente todo en el Iberá. El cazador recordó la voz y su promesa, y el cazador dejó de ser cazador.