El cazador se echó a la tierra a descansar, al igual que algunos animales esa noche en el Iberá. Puso su mochila por debajo de su cabeza, mientras acomodaba el arma cerca de su mano. Había ensayado muchas veces cómo moverse rápido y apuntar para tirar. El cazador no tenía experiencia, era la segunda noche que estaba perdido en el Iberá. Se había metido sin conocer la zona, con el sol calando la piel, sufrío desvaríos que lo llevaron lejos y ya no pudo volver. Ahora tenía que parar, estaba cansado, y la noche lo perseguía, ya que era el momento del yaguareté, la fiera había salido a cazar. Él sabía que eso era un riesgo, así se lo habían dicho los otros cazadores. Recordó este aviso, y se puso boca arriba a reposar. Cerró los ojos un rato, sabiendo que necesitaba dormir, y estuvo a punto de dormirse, cuándo escuchó un susurro en el silencio, una voz que le dijo: