Caminó siguiendo el eco de la voz. Y encontró, un surco del estero lleno de agua. Miró para todos los lados, solo veía agua, hasta que se encontró con un montículo en la sombra de la luna, era un yaguareté. El cazador se acercó cauteloso, interrumpiendo el silencio.
El yaguareté estaba herido, tenía heridas de arma de fuego, le habían disparado, abriendo sus ojos amarillos, miraba apenas al cazador. Gemía lo que le quedaba de vida moviendo la cabeza, queriendo levantarse y huir.
El cazador sintió vergüenza de sí mismo, miró el cuerpo tendido de la fiera imaginado y comentado en tantas noches de caza con amigos. En esas historias el yaguareté era un trofeo, la gloria, y el dinero. Nada de eso fue esa noche, que el yaguareté, mirándolo fijo al cazador, pidió clemencia a su dolor. Se escucharon pisadas cada vez más cerca: un hombre se acercaba.
El cazador, supo que esas pisadas eran de otro hombre como él, otra alma humana acercándose a capturar a su presa. Preparó el arma y con las manos duras y temblorosas disparó contra la tierra espantando al otro cazador que se acercaba a él.
El hombre se asustó. Huyó en una corrida, hasta que ya no se le escuchó. El cazador bajó el arma y lo tiró al piso. Se acercó al cuerpo moribundo que ahora dejaba mostrar una pequeña cabeza que resguardaba. El yaguareté tenía un cachorro que, curioso y asustado, miró también al cazador. El cachorro ronroneó a la madre, mientras que ella desvaneciéndose al silencio llamó. Duros unos segundos la calma, hasta que el Iberá rugió, todo el dolor de tantas noches y días, y el cazador dejó de ser cazador.